Han pasado 130 años del comienzo de este conflicto crucial en la historia nacional, que afectó la fama del supuesto “excepcionalismo chileno” y costó miles de víctimas.
El 1 de junio de 1890 –como ocurría cada año en esa fecha– el presidente José Manuel Balmaceda pronunció su discurso ante el Congreso Pleno, en el contexto de una creciente disputa con la oposición que emergía cada más dura en la prensa y en el Congreso Nacional.
Pese a ello, el gobernante se expresó de una manera que pretendía relativizar la situación o bien suponía que la división no era tan profunda. Por lo mismo, en la primera parte de su discurso reflexionó: “Asistimos a una hora de quietud pública, de actividad en los círculos políticos del Congreso, y de anhelos de libertad cuya legítima satisfacción hace necesaria la reforma de la Constitución del Estado”. Más adelante agregaba: “Chile ha sido en el período de su organización una excepción entre las Repúblicas fundadas en el siglo XIX; y en los últimos treinta años ofrece un ejemplo sin igual en los continentes de ambas Américas, y acaso sin paralelo en el resto del mundo. Mientras las naciones han sufrido graves agitaciones sociales y políticas, cambios imprevistos de Gobiernos y profundas revoluciones, la República de Chile no ha sufrido, a pesar de la situación extraordinaria creada por una formidable guerra exterior, ni un solo trastorno político, ni un solo motín militar. Ni por un instante se ha perturbado la marcha de sólido progreso realizado por una y otra generación”.
Sin embargo, apenas siete meses, después de estas palabras se acabó la “quietud pública”, Chile dejó de ser “ejemplo”, y vio cómo se perturbaba la marcha del progreso: había comenzado la guerra civil de 1891, que se inició en enero, junto con el año.
Han pasado 130 años de ese acontecimiento crucial en la historia nacional, y vale la pena revisar algunos aspectos del conflicto que sacudió al país, afectó la fama del supuesto “excepcionalismo chileno” y costó miles de víctimas. Sin duda, un momento de sufrimiento y de división profunda, como pocas en los dos siglos de vida republicana.
Se ha discutido mucho sobre las causas de la guerra civil, desde las visiones contradictorias sobre el régimen de gobierno (disputa entre presidencialismo y parlamentarismo) hasta la influencia del salitre británico en la política chilena (que difundieron historiadores como Hernán Ramírez Necochea, en su Balmaceda y la contrarrevolución de 1891, Santiago, Editorial Universitaria, 1958). En lo personal, me parece que el tema va por otra parte, en un contexto de lucha por el poder, mayor cantidad de recursos del Estado y de la evolución política experimentada por el país durante varias décadas.
Un aspecto relevante del conflicto fue la creciente polarización y, podríamos decir incluso el odio político que se enquistó en la clase dirigente, que tuvo a Presidente de la República y al Congreso como actores principales de la crisis. Si el presidente Balmaceda era un hombre inteligente y con una visión de país adelantada para su época, no era en cambio una persona ideal para las transacciones propias del parlamentarismo, como se demostró a medida que el conflicto fue ascendiendo.
En 1890, y ciertamente durante la guerra civil, la prensa se convirtió en un difusor permanente de ataques recíprocos entre los principales actores de la política nacional, que no solo se referían a las actividades públicas sino que incluso escrutaban en las vidas privadas de los líderes políticos. Es impresionante constatar la desacralización y degradación de la figura presidencial, atacado a través de poemas, editoriales de diarios y discursos parlamentarios. No faltó la voz que dentro de la Comisión Conservadora –que funcionaba cuando estaba en receso el Congreso Nacional– insinuó la necesidad de dar muerte a Balmaceda, como en la antigua Roma habían asesinado a César y sus ambiciones dictatoriales.
El otro aspecto central, curiosamente omitido durante mucho tiempo en los análisis sobre la gran crisis de fines del siglo XIX, es el factor militar, más aun considerando que se trató de una guerra civil y que se dividieron las fuerzas armadas. Es la explicación que he desarrollado en los dos tomos de La guerra civil de 1891: Tomo 1. La irrupción política de los militares en Chile, y Tomo 2. Chile. Un país, dos ejércitos, miles de muertos (Santiago, Centro de Estudios Bicentenario, varias ediciones). Una mirada de la documentación, las acciones y los movimientos políticos y militares, nos lleva a la conclusión que se desarrollaron dos procesos decisivos.
El primer proceso es la politización del Ejército, en el cual Balmaceda desempeñó un papel fundamental, cuando convocó al general José Velásquez a integrarse a su gabinete como ministro de Guerra. Desde entonces “sonó el sable” en La Moneda, como reconocieron algunos contemporáneos, y todos los gabinetes “presidenciales” tuvieron integración militar. Luego continuaron otras manifestaciones de politización militar: nombramientos de uniformados como intendentes y gobernadores, persecución a uniformados que se consideraban poco fieles a la administración, discursos públicos de generales y coroneles para defender al gobierno y sus miembros o para dejar abierta la posición del Ejército en caso que estallara un conflicto mayor, aumentan los militares que acompañan a Balmaceda en sus viajes y otras tantas cosas que ilustraban la irrupción del Ejército como actor político en 1890.
El segundo proceso fue la militarización de la política, que se dio principalmente hacia fines de 1890, cuando los líderes políticos de gobierno y oposición hicieron llamados al Ejército y a la Marina –públicos, a través de la prensa, y privados, mediante reuniones– para que se sumaran a la defensa del gobierno o a la lucha contra la dictadura. En la práctica, significaba reconocer que el problema estaba dejando de ser político para convertirse en militar, y que podría resolverse mediante un levantamiento de la Marina y el Ejército contra Balmaceda, el cierre de filas de ambas instituciones tras el Presidente o bien una división de ellas. Esto último, que fue lo que ocurrió finalmente, marcaría el inicio de la guerra civil, que tuvo a Chile durante ocho meses en una lucha abierta, con chilenos matándose entre ellos y un costo enorme en diversos planos.
Conviene revisar y repensar la guerra civil de 1891, no solo por su indudable interés histórico, sino también porque nos permite comprender mejor las crisis institucionales del siglo XX –las de 1924 y 1925 y ciertamente la de 1973– cuando también se vivió la polarización y el odio político, y se desarrollaron los procesos de politización de las Fuerzas Armadas y militarización de la política. Adicionalmente, le otorga un valor adicional a las discusiones públicas, dotándolas de una mayor densidad histórica, necesaria en los momentos de crisis política y creación constituyente como los que vive Chile, y que también experimentó en 1891. Finalmente, porque tiene un valor en sí mismo, para conocer y comprender la interesante y muchas veces dramática historia nacional, construida de avances y retrocesos, logros y problemas, certezas e incertidumbres, como suele ser la historia de verdad.
Alejandro San Francisco
Director del Instituto de Historia
Universidad San Sebastián
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