Columna: La formación ciudadana de las nuevas generaciones

Sergio Muñoz Riveros, miembro de País Humanista reflexiona acerca de la importancia de formar nuevas generaciones preocupadas por la vida en sociedad y dispuestos a defender los valores de la democracia.

En 1987, Margaret Thatcher, entonces primera ministra de Gran Bretaña, pronunció una frase que hizo historia: “La sociedad no existe. Hay hombres y mujeres individuales, y hay familias”. Extrañamente, al decir que la sociedad no existía, ella no parecía percibir la contradicción que había entre tal sentencia y su propia función pública. Si la política posee sentido, si los debates parlamentarios tienen razón de ser y si las elecciones periódicas son importantes es, precisamente, porque la sociedad existe. Al apelar al favor de los electores y al tratar de demostrar el mérito de las políticas que impulsaba su gobierno, Thatcher no le hablaba a cada individuo separadamente, sino a muchas personas al mismo tiempo, que habitaban en un espacio consensuado y compartido. Esto no significa simplificar los términos. Los individuos, por supuesto, no se disuelven en la colectividad. La sociedad moderna es compleja, y tratar de entender su dinámica y convivir dentro de ella, plantea un enorme reto intelectual y político.

Somos parte de una comunidad en la que se expresan intereses diversos, múltiples atavismos, corrientes culturales de todo tipo, afinidades y pugnas, y que nos exige ponernos de acuerdo respecto de las reglas que nos comprometemos a respetar. Todos somos seres singulares, pero necesitamos entendernos y concertarnos para que el orden sea posible, para que poder establecer un común denominador en el que primen la cooperación y la suma de esfuerzos. La uniformidad y la unanimidad solo pueden ser impuestas por la fuerza, pero si exacerbamos las diferencias, hasta el punto de fomentar el tribalismo y las militancias identitarias, se vuelven muy difícil el diálogo y los acuerdos. Necesitamos entender que solo la sociedad abierta genera condiciones para el desarrollo humano.

La posibilidad de que prevalezca la cultura de la libertad en nuestro país depende, vitalmente, de que las nuevas generaciones hagan suyos los principios y exigencias del orden democrático.  Si los jóvenes, por la razón que sea, llegan a convencerse de que solo deben preocuparse de sí mismos, y no perciben que son también responsables de lo que pase o no pase en la sociedad, las consecuencias pueden ser muy negativas. La vida en libertad requiere un compromiso explícito con sus fundamentos.

Hasta fines del siglo pasado, formaba parte del curriculum escolar la asignatura de Educación Cívica, la que constituía una instrucción básica sobre el interés colectivo, la función de las instituciones y la articulación racional de los derechos y los deberes de las personas. Procuraba desarrollar en los alumnos la noción de patria y ciertos hábitos de comportamiento cuyos pilares eran el respeto, la tolerancia y la solidaridad. Se trataba de promover el sentido de comunidad, lo que partía por reconocer la igualdad de las personas en dignidad y derechos. Aquella asignatura ya no existe como tal, pero el sistema educacional no ha abandonado, por lo menos formalmente, el propósito de ayudar a la formación cívica, lo que supone, ahora en una concepción más abarcadora, educar para la vida en democracia. Ello supone formar ciudadanos, que es lo contrario de súbditos, los cuales deben estar preparados para reconocer la diversidad y dispuestos a establecer relaciones de cooperación en un contexto legal de ejercicio de las libertades.

La ciudadanía nos iguala por encima de las consideraciones raciales, sociales, culturales, religiosas o de cualquier otro tipo. Es el estatuto de la igualdad ante la ley, que es la más importa. Subsiste y subsistirá la desigualdad en muchos ámbitos, pero necesitamos sostener el principio de igualdad de trato dentro de la legalidad establecida, en primer lugar, la Constitución. Por eso, debemos tener presente la dura lección que dejó la experiencia vivida por la sociedad chilena a propósito del confuso debate constitucional que se extendió entre 2019 y 2023, en el cual, en ciertos momentos, pareció imponerse el criterio de que las diferencias raciales debían ser el soporte de un nuevo orden, hasta el punto de anular la noción de ciudadano y promover la creación de varias “naciones étnicas” dentro del territorio nacional.

El país se salvó de un enorme retroceso institucional al rechazar en septiembre de 2022 el proyecto de nueva Constitución surgido de la Convención, pero eso mismo nos enseña que los riesgos de involución política pueden surgir cuando menos se piensa. Solo la lealtad de los ciudadanos con el régimen de libertades, en primer término, el rechazo de la violencia política, puede levantar defensas sólidas frente a las tendencias destructivas, expresadas, por ejemplo, en la actitud de quienes actúan como si las leyes no valieran para ellos, o en la extraviada idea de que poseen derechos que los demás no tienen.

Solo una democracia bien asentada, en la que funcione la división de poderes y el sistema de contrapesos institucionales nos protege de la arbitrariedad. Se trata de un pacto que busca garantizar la paz, la libertad y el derecho. Si ese pacto se debilita progresivamente, crece la posibilidad de fractura del Estado de Derecho que resguarda tales valores, y aumenta la amenaza de que se imponga un régimen de fuerza. En situaciones de crisis, el autoritarismo puede ser visto por amplios sectores, incluso por la mayoría, como la única posibilidad de orden. Por desgracia, la historia de América Latina ha sido pródiga en despotismos de todo tipo, los que, en nombre de causas aparentemente nobles, han encarnado el desprecio por la dignidad humana.

Para que la democracia tenga cimientos firmes, es crucial la existencia de ciudadanos dispuestos a defenderla en todo tiempo y bajo cualquier circunstancia. Y no basta con votar cada cierto tiempo, sino que es indispensable asegurar que quienes han asumido la función de representantes de la soberanía popular actúen dentro de las normas establecidas y sirvan a la comunidad en la máxima medida de sus capacidades. Los ciudadanos deben desarrollar su capacidad crítica y pedir cuentas a quienes gobiernan y legislan, exigir que los poderes del Estado cumplan rigurosamente con sus obligaciones.

Insistimos. La democracia se sostendrá en Chile si las nuevas generaciones asimilan sus valores, normas y procedimientos. Eso implica entender que el ideal democrático es el más exigente, porque apela a la racionalidad, al entendimiento por encima de las diferencias, y nunca estará plenamente realizado. La democracia no es un régimen perfecto, sino perfectible, y dependerá de los ciudadanos que tenga raíces firmes y mejore cada día.

Sergio Muñoz Riveros

Miembro País Humanista

Universidad San Sebastián

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